Basquetbol: una caja de resonancias y emociones
Un estadio de básquet se parece mucho a una mágica cajita de resonancias. Cada doble agónico o triple encestado a la distancia provoca griteríos tan ensordecedores como impactantes. Las radios se encargaron de multiplicar y potenciar esas sensaciones en el imaginario de los oyentes.
Córdoba recuerda cuatro sedes muy especiales: El Polideportivo General Paz de 24 de Septiembre y Roma donde La Asociación Española se batía a duelo con los grandes de la flamante liga. La fusión entre Redes Cordobesas y de la Asociación de Socorros Mutuos llegó hasta los play off en 1987 y cayó en Cuartos ante el poderoso Ferro. Pablo Wenderbourg, Luis Villar, Medardo Ligorria y la pepa Marcelo Arrigoni quedaron en el recuerdo como las interminables escalinatas del recinto que llegaban hasta el cielo de su techo abovedado.
En esos comienzos Atenas fue local en el coqueto estadio del Corazón de María perteneciente al homónimo colegio de Alta Córdoba. Abarrotado en toda su extensión fue la casa del “Griego” por años hasta el traslado definitivo en 1988 al Polideportivo Carlos Cerutti del Barrio San Martin. Con el doble de aforo y sin cabeceras vio las mayores hazañas del cuadro de Barrio Gral Bustos.
El cuarto estadio es el Gimnasio Angel Sandrín del Instituto A.C.C. pletórico de canticos y banderas, contando con la bullanguera barra de “la gloria” que apoyó fuertemente las grandes campañas de Liga Sudamericana y Liga Nacional que supo coronar con un festejado título en la temporada 2022.
El Cerutti era una fiesta aquel 13 de mayo del 2002 cuando se retiraba uno de los símbolos máximos de la Liga Nacional de básquet: Marcelo Milanesio.
Atenas acababa de conseguir su séptimo anillo y el histórico capitán decía adiós en un último baile lleno de gloria. En las gradas, entre la multitud, un pibe con futuro de NBA observaba obnubilado.
Marcelo había llegado a Atenas junto a su hermano Mario desde Hernando. Desde muy chico, fantaseaba con jugar en grandes estadios y quizás, con un poco de suerte, también defender a la Selección Argentina.
El “Cabezón” se formó en el club Fábrica Militar de Río Tercero y acompañó su talento innato con una gran auto exigencia y una notable mentalidad ganadora.
Siendo aún un pibe se mudó a Córdoba con el sueño de trascender en el deporte que amaba y su carrera fue creciendo al paso que florecía también el básquet argentino. A dos años de su llegada al Griego un grupo de visionarios daba origen a la Liga Nacional de Básquet y Marcelo se convertiría en uno de sus hijos pródigos.
En la primera temporada, Atenas llegó a la final, que en aquel entonces se jugaba al mejor de tres. Si bien cayó derrotado en el tercer partido frente al Ferro de Miguel Cortijo y Sebastián Uranga, en esa primera Liga comenzó la mística del Verde cordobés.
Dos años después, Marcelo lograría la ansiada revancha. Luego de una gran campaña, los dirigidos por Walter Garrone llegaron nuevamente a la definición ante Ferro, su verdugo anterior.
En una serie inolvidable, Atenas derrotó a los de Caballito por 3-1 y gritó campeón por primera vez en la Liga Nacional, sana costumbre que se repitió hasta el cansancio en los años venideros.
Cuenta la leyenda que después de aquel momento de éxtasis, sentados lado a lado, Walter Garrone y Marcelo Milanesio, entrenador y emblema del campeón, cayeron en la cuenta de que acababan de dejar su huella en la historia grande del básquet argentino. La foto de aquel equipo permanece indeleble: Mario y Marcelo Milanesio, Héctor Campana, Germán Filloy, Donald Jones y “Palito” Cerutti, sonríen vestidos de verde.
Consolidado como uno de los mejores bases de la liga, Marcelo defendió a la Selección Argentina haciendo época con su colega Miguel Cortijo. Así participó de su primera copa del mundo en España llegando al puesto 12 pero dándose el gusto de ganarle en fases preliminares al campeón Estados Unidos.
En marzo de 1991, mientras Marcelo y Atenas, venían de conseguir el tricampeonato en la Liga y avanzaban a paso firme en los playoffs, Córdoba alumbraba a un pequeñito que luego seguiría los pasos del maestro.
Con el tiempo, Marcelo Milanesio se convirtió no sólo en un símbolo de Atenas, la Liga y la Selección, sino también en un referente para el deporte argentino en su conjunto. El gran capitán combinaba magia, tenacidad y una sed insaciable de victoria que lo llevaron a subir la vara año a año. Fue el espejo en el que se reflejó la Generación Dorada que continuaría con su legado.
Tuvo más de una posibilidad de dejar Córdoba para seguir su carrera en Europa pero siempre terminó eligiendo a Atenas. Alguna vez, lo compararon con el gran Ricardo Bochini. Por el talento y la inteligencia dentro del campo y por la lealtad eterna a los colores. El “Bocha” siempre “Rojo” y Marcelo siempre “Verde”.
Tras la era Garrone, Rubén Magnano asumió como entrenador y Atenas volvió a consagrarse en la temporada 97-98 con un recordado 4-0 barriendo la serie final contra Boca en el Luna Park. Miles de cordobeses coparon el estadio y acompañaron a Marcelo en aquella gesta memorable junto a sus laderos históricos Héctor Campana, Diego Osella y un joven Fabricio Oberto.
Marcelo se acostumbró a apilar trofeos y medallas. A los seis anillos de Liga, sumó también un bicampeonato en Liga Sudamericana y un histórico tercer puesto en el Open McDonald’s donde se midió con los mejores del mundo, en Paris.
Con el desgaste lógico Atenas sintió el cimbronazo de alguna mala campaña y el capitán pensó seriamente en anunciar su retiro. Entonces Bruno Lábaque, base suplente y sucesor, lo convenció para seguir un año más y terminar su carrera como él merecía, a lo grande.
Marcelo se trazó un objetivo, como tantas veces en su carrera y a los 37 años alineó cuerpo, mente y alma para conseguirlo.
En un álbum interminable de logros, la historia de pronto daría un giro mágico. Aquel 13 de mayo, contra Estudiantes de Olavarría como rival y llegando al final, de una nueva final de liga, en quinto partido, Atenas acariciaba otro título con una ventaja apreciable en el marcador.
Dentro del parquet del estadio municipal Cerutti, Marcelo botaba la naranja y guardaba en sus retinas, por última vez, aquellas tribunas fervorosas gritando DALE CAMPEON sin percatarse de que un pibito de apenas once años, dejaba la garganta por su ídolo máximo.
Quince segundos, catorce, trece… el reloj en el tablero está pronto a marcar el final. La hinchada verde y toda Córdoba deliran rendidos a los pies del gran capitán, coreando su nombre. Marcelo se queda con la última pelota y desata un festejo interminable.
Muy cerquita suyo, su hermano Mario, con quien compartió un largo camino, llora emocionado.
En medio de la locura, hubo lugar para el hechizo. Entre tantos abrazos y besos saludando a la hinchada hubo un choque de manos, uno muy especial; con las de un chiquitín que lo observaba sin dar crédito.
En un segundo, se juntaron la historia, el presente y un futuro venturoso. El maestro transfirió su aura al aprendiz. El referente de una generación entera que dice adiós con sus hazañas y la llegada de otra etapa que vendría como que los buenos tiempos, tienen que venir inexorablemente. Ese futuro, hoy gran presente, se llama Facundo Campazzo.
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Córdoba, Argentina